Las confesiones de Pedro
Meditaciones sobre el camino vocacional del apóstol
Carlo María Martini
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1. Pedro, ¿quién eres tú?
Te alabamos y te bendecimos, Dios, Padre nuestro, que por medio de tu Hijo llamaste a Pedro para que te siguiera, y le revelaste progresivamente el misterio de su vocación, el significado de su vida, la meta de su caminar. Tú le escogiste por amor; le salvaste de los peligros, le echaste una mano en sus dificultades, le liberaste de las garras del enemigo, le hiciste pasar por agua y fuego, y al final le concediste el reposo y la paz eterna.
Te pedimos, Padre, que en y por medio de tu Hijo Jesús nos des a conocer el misterio de nuestra vocación cristiana, el sentido de nuestro caminar, la meta de nuestras ambiciones. Concédenos sentir que nos amas, que nos conoces por nuestro nombre, que nos invitas a estar contigo. Purifica nuestra mirada y nuestro corazón para que podamos mirar con ojos nuevos los acontecimientos alegres o tristes, banales o extraordinarios, que ritman nuestra peregrinación. Haznos comprender que nuestra historia tiene su raíz y su fuente en el corazón de tu Hijo, en la contemplación de su vida, en la adoración de su persona, en su oración a ti por los montes de Galilea.
Y tú, María, madre nuestra, condúcenos a descubrir el sentido que tiene para nosotros la palabra de Dios».
Un viaje hacia la interioridad
El trabajo que vamos a desarrollar estos días, en un ambiente de oración, no va a ser fácil ni, desde luego, obvio. Si nos decidimos a vivirlo con seriedad, encontraremos momentos de fatiga e incluso, tal vez, de cierta repugnancia, porque se trata de hacer un viaje a nuestra interioridad. En ese itinerario habrá etapas tranquilas, en las que se nos esponje el alma, y otras más bien difíciles, en las que posiblemente nuestros resortes interiores —mal humor, distracción, rebeldía contra la rutina, irritación, nerviosismo, etc.— estarán a punto de saltar, dejándonos absolutamente bloqueados.
A veces nos parecerá que nuestro «yo» más auténtico se esconde y se nos escapa como un caballo desbocado que rehusa tomar la senda que nosotros mismos queremos imponerle. Por eso, los Padres de la Iglesia consideraban el desierto como el lugar típico de la tentación, el sitio preferido de Satanás. Como sucede en el desierto, que de una absoluta calma y tranquilidad de la naturaleza se pasa de improviso a una furibunda tempestad de arena, también en el desierto interior puede suceder que, de repente, uno se vea inmerso en el torbellino de la tentación.
De aquí se sigue que tenemos que estar siempre en guardia y luchar con prontitud y con la mayor decisión contra las distracciones, incluso las más pequeñas, y contra toda clase de tentaciones que pudieran sorprendernos. De ese modo, no emprenderíamos superficialmente el camino hacia la interioridad, evitando por enésima vez una reflexión seria sobre el problema capital, que es la maduración de la fe, el crecimiento de la vocación.
Si seguimos año tras año huyendo de una confrontación con nosotros mismos, llegará un momento en el que, como si nos despertáramos de un sueño, nos daremos cuenta de que hemos desperdiciado unas oportunidades preciosas para comprender nuestra verdadera realidad. Por consiguiente, es importante saber que el itinerario del hombre hacia la apropiación de lo que él mismo es ante Dios y ante los hermanos es una tarea muy difícil, que requiere un gran esfuerzo de la mente y de la voluntad.
Preguntemos a Pedro
En esta primera meditación trataremos de escuchar a Pedro, mientras responde a nuestras preguntas: ¿Quién eres tú?, ¿qué dices de ti mismo? Una pregunta semejante se le planteó también a Juan el Bautista: «Los judíos de Jerusalén enviaron una comisión de sacerdotes y levitas para preguntar a Juan quién era. Su testimonio fue éste: —Yo no soy el Mesías. Ellos le preguntaron: —Entonces, ¿qué? ¿Eres tú, acaso, Elias? Juan respondió: —No soy Elias. Volvieron a preguntarle: — ¿Eres el profeta que esperamos? El contestó: — ¡No! De nuevo insistieron: —Pues, ¿quién eres? Tenemos que dar una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Entonces él, aplicándose las palabras del profeta Isaías, se presentó así: —Yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor» (Jn 1,19-23).
Observemos, en primer lugar, que la respuesta del Bautista parece obvia: «Su testimonio fue éste» (literalmente: «respondió y no negó; y respondió» quién era). No cabe duda que su afirmación suena un tanto rara; porque, de hecho, no es fácil que una persona se presente como lo que es en realidad.
«¿Quién eres? ¿Qué dices de ti mismo?»
Vamos a aplicar estas palabras a Pedro con la intención de que, al concentrarnos en una figura determinada, con sus características peculiares, podamos encontrar en ella un apoyo para reflexionar sobre nuestro caso concreto. Efectivamente, las preguntas que dirigimos a Pedro sirven como una etapa de meditatio sobre nosotros mismos, que nos introducirá más tarde en la contemplatio. Lo que le preguntamos a él es lo que nos preguntamos a nosotros mismos.
Ante todo, y a nivel de lectio, nos vamos a fijar en el episodio evangélico en el que Pedro, en medio de la tempestad que azotaba el lago de Genesaret, camina sobre el oleaje. Luego, en la meditatio, trataremos de dialogar con el apóstol. Y finalmente, os propondré alguna sugerencia para un encuentro personal con el misterio de Dios.
Me limitaré a simples indicaciones, porque el verdadero trabajo es el que deberá realizar cada uno personalmente, en clima de oración y en profunda adoración al Padre, por medio de Jesús, más allá de lo que yo mismo haya podido comunicaros o lo que vosotros hayáis logrado asimilar.
Lectio: Las palabras clave de Mt 14,22-33
[Jesús] mandó a sus discípulos que subieran a la barca y que fueran por delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedirla, subió al monte para orar a solas. Al llegar la noche, estaba allí solo. La barca, que estaba ya muy lejos de la orilla, era sacudida por las olas, porque el viento era contrario. Al final ya de la noche, Jesús se acercó a ellos caminando sobre el lago. Los discípulos, al verlo caminar sobre el lago, se asustaron y decían: — ¡Es un fantasma! Y se pusieron a gritar de miedo. Pero Jesús les dijo en seguida: — ¡Animo! Soy yo; no temáis. Pedro le replicó: —Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas. Jesús le dijo: — ¡Ven! Pedro saltó de la barca y, andando sobre las aguas, iba hacia Jesús. Pero al ver la violencia del viento se asustó y, como empezaba a hundirse, gritó: — ¡Señor, sálvame! Jesús le tendió la mano, lo agarró y le dijo: — ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? Subieron a la barca y el viento se calmó. Y los que estaban en ella se postraron ante Jesús, diciendo: — ¡Verdaderamente eres Hijo de Dios!»
En una lectio exhaustiva, habría que subrayar los elementos y las estructuras que dan sentido al texto, reseñar los símbolos fundamentales de la experiencia humana, encontrar las palabras clave, etc. Pero habida cuenta de la finalidad de nuestra lectura, que consiste en plantear a Pedro una pregunta bien concreta, me voy a fijar únicamente en las palabras que considero más significativas para nosotros:
— V. 26: «Los discípulos, al verlo caminar sobre el lago, se asustaron». El verbo griego es el mismo que emplea Lucas para describir la actitud de María en la anunciación: «Al oír las palabras del ángel, ella se turbó» (Le 1,29). Ya la mera yuxtaposición de ambos textos nos da a entender que, igual que María se quedó interiormente perpleja ante el misterio de Dios que le revelaban las palabras del ángel, también Pedro y los Doce quedan desconcertados ante la realidad de Jesús que se les manifiesta.
— Los vv. 27-28 constituyen el núcleo central de todo el pasaje: «Jesús les dijo en seguida: ¡Animo! Soy yo; no temáis». Jesús conoce perfectamente su propia identidad y se presenta como punto de referencia y de confianza para el ser humano que se debate entre la angustia, el temor y la desesperación. Pedro, en cambio, es el hombre que, al contacto con la personalidad de Jesús, quiere poner a prueba su propia identidad y sus propias fuerzas: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas». Podemos ver en esta presentación quién es el personaje frente al cual llegamos a reconocer y a expresar progresivamente quiénes somos en realidad; Jesús, la certeza absoluta, nos revela aquí nuestra verdadera identidad.
— Y la confirmación viene en el v. 30: «Pero al ver la violencia del viento, [Pedro] se asustó y, como empezara a hundirse, gritó: ‘¡Señor, sálvame!’» Pedro intuye el poder de Cristo, y se va hacia él caminando sobre las aguas. Pero luego, su atención se desvía hacia el fragor de la tempestad erizada de dificultades, se pierde en sus temores y empieza a hundirse poco a poco, cada vez más, inexorablemente más.
La escena es una invitación a no quitar los ojos de la figura de Jesús, como punto de referencia del verdadero conocimiento de nosotros mismos. Por otra parte, si Pedro se hunde, es porque hay un conocimiento de sí mismo que lleva necesariamente a perder pie: la conciencia de que en el interior de cada uno de nosotros se agitan fuerzas incontroladas que nos arrebatan en un torbellino de conflictos.
El hombre queda trastornado por todo ese cúmulo de perversidades, sombras y distorsiones que descubre dentro de sí mismo y que parecen manchar todos sus actos, incluso los más intrascendentes. Se trata de un conocimiento de sí mismo en una especie de vacío. Tiene, naturalmente, una cierta dosis de verdad; pero carece de toda referencia a Cristo. Sin embargo, el conocimiento de uno mismo que se exige a cualquier cristiano consiste en una autoconciencia que surge de la relación con el camino auténtico trazado por Jesús e iluminado por su propia persona.
Meditatio: En diálogo con el apóstol
Al iniciar la meditatio podemos observar, ante todo, que la personalidad de Pedro destaca sobre el grupo de los demás apóstoles. Al comienzo de la narración, es uno de tantos: rema como sus compañeros, se cansa de luchar contra el oleaje y se ve presa de la zozobra y de la angustia, como los demás. Pero a continuación, su figura cobra un perfil claramente delineado. Podríamos preguntarle qué sabe de sí mismo, qué saben los demás sobre él que él mismo ignore, qué es lo que constituye verdaderamente su personalidad y que tanto a él como a los otros les resulta desconocido.
Conocernos a nosotros mismos es algo realmente difícil. Tenemos virtudes, defectos, maneras de comportarnos, reacciones que conocemos y somos capaces de expresar. Pero también tenemos zonas que nos resultan desconocidas, aunque son evidentes para los que están a nuestro lado, ya que, efectivamente, responden a la realidad. Por último, también existen en nuestro interior ciertos aspectos que nadie logra comprender, ni nosotros mismos ni los demás, y que constituyen el secreto de nuestra personalidad. Ese «secreto» se va revelando poco a poco a lo largo de nuestra existencia, posiblemente sólo a la hora de la muerte. No obstante, es parte viva de nosotros mismos, es nuestro misterio.
Precisamente porque nos conocemos tan poco, es importante que en el proceso de descubrir nuestro propio «yo» podamos contar con una ayuda, sobre todo con la de Jesús, el único que nos conoce plenamente. Pero para poder contar con esa ayuda, tenemos que salir de ese orgullo presuntuoso del que cree que se posee a sí mismo como se posee una cuenta corriente o del que está seguro de que siempre le van a salir los cálculos. Y no es así. El hombre es una pura sorpresa. Es corno los viejos castillos, llenos de pasadizos secretos y de estancias disimuladas que ocultan, junto a tesoros fabulosos, algún que otro esqueleto. Por eso, tenemos tanto miedo de bajar a las profundidades de nuestro interior.
Tratemos, pues, de adentrarnos en los rincones más recónditos de nuestro castillo interior, poniéndole a Pedro unos cuantos interrogantes:
1. La primera pregunta podría ser:
—Pedro, ¿qué dices de ti mismo? Y Pedro nos responde:
—Soy un temperamento primario, impulsivo por naturaleza. Pero, al mismo tiempo, soy también generoso; me lanzo fácilmente, sin calcular mucho los riesgos. Por otra parte, me siento jefe, con capacidad para guiar a otros, porque puedo prever determinadas situaciones y tengo carácter para imponerme a los demás. Hay veces que me enorgullezco de esta capacidad de polarizar la atención y de expresarme en nombre de otros.
Sigamos preguntándole:
—Y moralmente, ¿cómo te juzgas a ti mismo? Pedro nos responde:
—Creo que soy un hombre bastante cabal, y me alegro de tener la oportunidad de hacer el bien. Mi corazón se mueve por unos ideales muy elevados; no me contento con cualquier cosa. Aunque soy más bien pragmático, sueño con tareas difíciles, pero que sean útiles a los demás.
Como veis, Pedro ha subrayado algunas características positivas de su personalidad. Pero nosotros queremos profundizar más; por eso, le preguntamos si es consciente de sus defectos. Con la mayor sinceridad, nos confiesa:
— Desde luego. Soy muy testarudo, y muy rígido en la defensa de mis posturas. A veces, mi temperamento impulsivo y hasta colérico me lleva a enfadarme por cualquier nimiedad. Pero no guardo ningún rencor.
Me gustaría que observaseis que, aunque reconoce sus defectos, pasa inmediatamente, a justificarlos. Y es que, en realidad, eso es típico del conocimiento de nosotros mismos: aun reconociendo nuestro lado oscuro, tratamos instintivamente de encuadrarlo en una perspectiva que lo haga aparecer como justificable, porque no podemos aceptarnos tal como somos realmente. El hombre normal siempre tiende a autodefinirse en categorías positivas.
Si le preguntamos ahora por su oración, Pedro podría contestarnos que cuanto más cerca estaba de Jesús, más se sentía atraído a orar. Pero, a pesar de todo, se cansaba en seguida, le entraba sueño, le venían ganas de moverse, de cambiar de postura, porque no podía estarse quieto:
—Me resultaba totalmente imposible imitar a Jesús; por eso le insistía tanto en que nos enseñase a orar.
Y en una perspectiva más amplia, seguimos preguntando:
—Dinos ahora, Pedro: en tus relaciones con Jesús, ¿no ha habido momentos difíciles? Pedro recuerda sus experiencias:
—Por supuesto que sí. Es más, a veces, llegué a pensar que nunca iba a conseguir adaptarme al seguimiento de aquel Maestro que dejaba todo en una nebulosa, que me conducía a su antojo, sin explicarme jamás lo que se proponía. Pero yo le quería tanto, que me daba pena abandonarle. Hubo momentos de tremenda dureza. Por ejemplo, cuando me llamaba la atención o me reprochaba mi comportamiento, hubiera querido rebelarme. Tenía la impresión de que no me entendía; y entonces me venían ganas de llorar, de dejarle plantado y de desfogar toda mi indignación. Pero no me dejé llevar de mis impulsos, porque veía en aquel hombre algo muy especial, algo absolutamente extraordinario.
Un día, en Cafarnaún, casi todos sus seguidores estaban dispuestos a abandonarle. Pero para mí, aquello era una injusticia, una verdadera traición. Por eso, decidí quedarme a su lado; más aún, animé a todos mis compañeros a seguir con él, a no negar nuestra confianza en el Señor. Y no es que yo hubiera comprendido algo más que los otros; ni mucho menos. Yo no soy ningún intelectual ni capaz de seguir a la larga un razonamiento. Por otra parte, y sin saber muy bien por qué, yo estaba seguro de que teníamos que quedarnos. Y ahora, doy gracias a Dios por haberme portado así. De hecho, poco a poco fui comprendiendo cada vez más el misterio de la persona de Jesús y el sentido de nuestra vida en compañía del Maestro.
Con ayuda del propio Pedro, hemos llegado a conocer su intimidad humana, sus problemas, sus aspiraciones y sus actitudes más profundas.
2. Ha llegado el momento de plantearle otra pregunta:
—Pedro, ¿qué dicen de ti los otros? Ahora entran en escena los amigos de Pedro, sus compañeros, sus colaboradores en la misión. Unos confirman lo que nos es de sobra sabido:
—Pedro es un impulsivo, aunque no cabe duda de su generosidad y de su honradez. Siempre estará dispuesto a echar una mano a todo el que lo necesite.
Otros, en cambio, manifiestan una valoración más dura:
—Es un charlatán, un fanfarrón. No hace más que prometer que él va a hacer esto y lo otro; pero, a la hora de la verdad, nunca mantiene sus promesas. Además, es un entrometido y piensa que es indispensable; pero no tiene tacto, no se da cuenta de que él no es único. Todo lo quiere hacer él, sin dejar sitio a los demás. El quiere llevar siempre la iniciativa; y, de hecho, no deja que nadie pueda manifestar sus positivas cualidades personales.
Como veis, se trata de una enumeración de determinadas facetas de carácter que el propio Pedro no estaría dispuesto a admitir sin más, pero que quien le conociera podría observar fácilmente. No cabe duda que esas características constituyen el contrapeso negativo de las cualidades positivas: el que es impulsivo por naturaleza termina casi siempre por ser entrometido; el que es generoso promete con facilidad, aun sin saber si podrá cumplir sus promesas —lo que le hace pasar por fanfarrón— o carga con la responsabilidad ajena, sin percatarse de que con ello impide a los otros expresarse o, incluso, actuar con libertad.
Por tanto, la personalidad de Pedro se manifiesta como una realidad compleja y problemática. Indudablemente, ya era un hombre maduro, pero necesitaba un largo período de purificación interna para llegar a definirse como una personalidad acrisolada, sin doblez y plenamente dueña de sí.
3. Aún nos queda otra pregunta:
—Pedro, ¿qué es lo que ni tú mismo ni los demás saben de ti?
Con esto entramos en el misterio, en el secreto más profundo del hombre. Por eso, la respuesta no puede consistir más que en ciertos indicios o presuposiciones. Repasando algunos episodios de la tradición evangélica, podemos ver que Pedro posee ciertas profundidades negativas bastante serias. Vamos a fijarnos, al menos, en las dos siguientes:
a) Pedro es un inseguro. A pesar de sus apariencias de desinhibido, tiene considerables dosis de miedo y, en el fondo, una cierta fragilidad. Muestra gran seguridad de sí mismo, pero, en algunas ocasiones, su enorme vulnerabilidad y hasta miedo emergen inconteniblemente. En el episodio de la tempestad sobre el lago —ya lo leíamos al principio—, Pedro es uno de los que no pueden contener sus gritos ante la aparición del fantasma. Pero de repente, su actitud se transforma en la de un valentón audaz; aunque en seguida reaparece el miedo a no poder culminar su empresa.
En circunstancias difíciles no sabe controlarse y sucumbe al miedo; es un personaje débil, frágil, sin recursos. Esta inseguridad de fondo estalla de manera ostensible después de la prisión de Jesús. A uno que le pregunta: «¿No eres tú uno de los discípulos de ese hombre?» Pedro responde con una negativa cortante: «¡No, no lo soy!» (Jn 18,25). La respuesta de Pedro revela con todo dramatismo la profunda incapacidad de autodefinirse: No, yo no; yo ya no sé quién soy. Y es verdad. Pedro ya no sabe ni quién es. Siempre había necesitado una cierta vinculación con el Maestro, como punto de referencia para convencerse de su propia identidad.
Así lo había manifestado claramente después del discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, cuando el Maestro, al ver que muchos de sus discípulos se habían echado atrás y ya no le seguían, preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» En aquella ocasión, Pedro respondió con la mayor firmeza: «Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna» (Jn 6,67-68). Sin embargo, ahora, ante la derrota de Jesús, la personalidad del apóstol, fundada en una íntima relación con el Maestro, se derrumba estrepitosamente en la absoluta negación de cualquier vínculo con el prisionero.
b) Pedro se opone al misterio de Dios. En la personalidad de Pedro se encierra una conflictividad latente que le desgarra en su interior y que ofrece algunos aspectos ciertamente preocupantes. Su impulsiva generosidad se ve transida, a veces, por extraños rasgos de malicia y de oposición a lo bueno, por una especie de hostilidad hacia el plan de Dios. Bastará leer este pasaje del evangelio según Marcos:
«Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo y por el camino les preguntó: —¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le contestaron: — Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; y otros, que uno de los profetas. El siguió preguntándoles: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le respondió: —Tú eres el Mesías. Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él» (Mc 8,27-30).
La respuesta de Pedro es, sin duda, digna de consideración. Desde luego que en ella se manifiesta el temperamento vivo del apóstol, pero probablemente también su deseo de seguridad y de certeza, la necesidad de que su vida tenga sentido. Pero el texto de Marcos continúa así:
«Jesús empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que lo matarían, y a los tres días resucitaría. Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro le tomó aparte y se puso a increparle. Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: — ¡Aléjate de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,31-33).
La recriminación de Jesús es extremadamente dura. Son las palabras más severas que encontramos en los evangelios, porque Jesús increpa a Pedro llamándole «Satanás», o sea, el enemigo por antonomasia del plan de Dios y de la vida del hombre. Podemos decir, por consiguiente, que el apóstol tiene algo así como una oposición instintiva a someterse a un plan de Dios que se le presenta totalmente distinto de lo que él se había imaginado. Pero aún hay más.
Yo creo que el núcleo de la cuestión está en el hecho de que el apóstol ni se imagina todo el amor apasionado que Jesús siente por él. Sólo más tarde, cuando en el patio del palacio de Caifas, sumido en el colmo de su envilecimiento y de su frustración por la tremenda incoherencia que le ha llevado a renegar de su Maestro, estalle en llanto inconsolable, sólo entonces se dará cuenta de la verdad: Dios le ama precisamente en su fragilidad y miseria, Dios le ama en ese Jesús que da su vida incluso para salvarle a él. En un momento tan dramático de la pasión de Jesús, Pedro llega, por fin, a la plena autenticidad de sí mismo. Su llanto borra la máscara que le servía de refugio, y ahí, precisamente, encuentra su verdad de hombre y de hijo de Dios.
Contemplatio
Para el momento de la contemplación sugiero que os planteéis a vosotros mismos las preguntas que hemos hecho a Pedro. Pero en clima de oración, con la mirada fija en Jesús, y en actitud de adoración, de alabanza y de súplica. ¿Qué puedo decir yo de mí mismo? ¿Qué dicen los demás de mí? Es un ejercicio difícil, lo reconozco, pero extremadamente útil, sobre todo para aceptar lo que los otros dicen de mí y que tantas veces me cuesta reconocer.
¿He bajado alguna vez a las profundidades de mi propio «yo»? ¿He tenido miedo? ¿Me he dado cuenta de que, detrás del miedo, es posible que encuentre mi auténtica verdad, es decir, que soy objeto del amor de Dios y de una atención particular por parte de la Iglesia? ¿He llegado a percibir íntimamente no sólo al «Dios que ama», sino al «Dios que me ama»
Esta es una de las percepciones más fundamentales, porque la madurez del proceso de vocación no radica en un conocimiento superficial de sí mismo, sino en la más descarnada autoconciencia de la propia autenticidad. Muchas crisis de fe suelen producirse por un simple desconocimiento de nosotros mismos; por eso, tenemos absoluta necesidad de que Dios nos conceda el don de llegar a conocer íntimamente nuestra más auténtica personalidad. Pero este es un don que, incluso antes de buscarlo, ya lo poseemos realmente, porque Dios ha salido ya a nuestro encuentro, revelándonos con un amor anticipado lo que verdaderamente somos. La primacía siempre la tiene él; una primacía que consiste en habernos amado primero. Ese es, por consiguiente, el único modo por el que llegamos al conocimiento de nosotros mismos. Jesús es el que nos permite y nos ayuda a bajar a las profundidades de nuestro ser más íntimo, para iluminar nuestros rincones más lóbregos y nebulosos, para desembrollar la maraña de nuestras perplejidades, para calmar las aguas tempestuosas de nuestro corazón.
Preparémonos, pues, por medio de la oración, para este ejercicio de autoconocimiento:
«Señor, ilumíname para que llegue a descubrir la verdad de mi vida; que la claridad de mi vocación se asiente sobre la claridad de mí existencia; que estas dos realidades se aunen en mi camino y crezcan conmigo hacia la madurez. Que pueda, como Pedro, ser digno de tu confianza; que, como él, pueda merecer el don de llegar a ser tu testigo, dedicando mi vida a tu servicio y al de mis hermanos.
Pedro, apóstol de Jesús, amigo nuestro y columna de la Iglesia, carácter frágil e inseguro, como todos nosotros, acompáñanos en nuestro caminar. Haz que comprendamos lo difícil que es saber quiénes somos realmente, y ayúdanos a conocernos de verdad, como Dios y el propio Jesús nos conocen. No permitas que sigamos nuestro camino a ojos entornados, como en un sueño, sin saber quiénes somos ni adonde vamos, sin captar los condicionamientos externos e internos que nos solicitan. Ayúdanos a comprender que nuestra libertad es frágil, débil y siempre amenazada; que nuestros planes son mezquinos; nuestra intención, imperfecta; nuestra reflexión, inconstante. Enséñanos a conocernos con humildad, como lo hiciste tú, para poder experimentar el amor del que escruta nuestros corazones, Cristo Jesús, nuestro Señor, el Hijo del Altísimo, el Dios santo y eterno, que con el Espíritu santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén».