Las confesiones de Pedro
Meditaciones sobre el camino vocacional del apóstol
Carlo María Martini

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Prólogo

Hubo una vez un monasterio que, a consecuencia de la ola de persecuciones religiosas que se desató durante los siglos XVII y XVIII y la creciente secularización del siglo XIX, se encontró en una situación prácticamente insostenible. Llegó un momento en que en aquella enorme y decadente abadía no quedaban más que el abad y otros cuatro monjes, todos de edad muy avanzada. Evidentemente, el monasterio estaba condenado a desaparecer.

La abadía estaba rodeada por un frondoso bosque. Y en la espesura había una pequeña choza que el rabino de la ciudad vecina usaba de vez en cuando como lugar de retiro. En sus largos años de oración y contemplación, los monjes habían desarrollado una extraordinaria sensibilidad. Por eso, casi siempre sabían cuándo el rabino estaba en su cabana. Un día, el abad, cada vez más preocupado por la situación de su orden, decidió acercarse a la choza para tomar consejo del sabio hebreo. Pero lo único que éste pudo hacer fue compartir la preocupación del monje.

—El problema —confesó el rabino— no me resulta nuevo. La gente ha perdido la sensibilidad para las cosas del espíritu, y en la ciudad ya casi nadie frecuenta la sinagoga. Así estuvieron un buen rato, contándose sus respectivos problemas. Luego leyeron juntos unos cuantos pasajes de la Tora y, ya más serenos, se enfrascaron en una profunda disquisición espiritual. Antes de despedirse, el abad preguntó otra vez al rabino si de veras no se le ocurría algo que pudiera salvar el monasterio y toda la orden de la ruina total que les amenazaba. La respuesta fue concluyente: —De veras que lo siento; pero no, no se me ocurre nada. Lo único que puedo decirle es que el Mesías está entre ustedes.

De vuelta al monasterio, el abad les contó a sus monjes lo que le había dicho el rabino, y que le parecía tan enigmático. Y ahí quedó la cosa. Pero el hecho es que, a partir de entonces, durante muchos días e incluso semanas, los monjes no dejaban de meditar sobre las palabras del hebreo. «¿No será el Mesías uno de nosotros?», se decían en su interior. «Bien pudiera ser el abad o, tal vez, fray Tomás, que es realmente un santo. Lo que no parece probable es que el rabino se refiriese a fray Elred, que es tan irascible; aunque nunca se sabe. ¿Y fray Philip? Cierto que es una nulidad, pero cuando se le necesita, siempre está ahí como por ensalmo; ¿no será él, quizá, el Mesías? «Y, ¿por qué no puedo ser yo?», se decía el cuarto monje. «No; no es posible. Yo no soy importante. Aunque, pensándolo bien, para el Señor sí que lo soy. Entonces, ¿podría ser?»

Inmersos en estos pensamientos, los monjes empezaron a tratarse con un respeto extraordinario, porque siempre había una posibilidad, aunque remota, de que el Mesías estuviera entre ellos. El bosque en el que se levantaba el monasterio era un lugar maravilloso. De vez en cuando se llenaba de visitantes que venían a pasear por sus caminos y senderos. Casi sin querer, ésos empezaron a darse cuenta del extraordinario clima de respeto que reinaba entre los cinco monjes y que irradiaba al exterior. Por eso, se animaron a frecuentar el parque con mayor asiduidad, e incluso llevaron consigo amigos para enseñarles aquel lugar tan maravilloso. Y al correrse la voz, unos amigos fueron trayendo a otros y a otros, de modo que el número de visitantes aumentaba continuamente.

Al poco tiempo, uno de los más asiduos pidió unirse a los monjes; y después vino otro, y otro, y así sucesivamente. Al cabo de unos cuantos años, el monasterio se convirtió en un centro extraordinariamente vivo, que irradiaba luz y espiritualidad en toda la región.

También hoy el cristiano vive tiempos difíciles y sólo puede hablar de Dios a los hombres con una vida capaz de testimoniar la fe. Para eso es necesario, más que nunca, repensar los propios orígenes, o sea, el testimonio de los que fueron testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Jesús y que nos transmitieron la fe cristiana. El presente libro es una recopilación de las meditaciones que el cardenal Carlo Maria Martini propuso durante un retiro espiritual dirigido a los seminaristas de Venegono.

El itinerario de Pedro es, efectivamente, una guía del camino vocacional de todo hombre y, por tanto, una ayuda para revisar nuestra situación y reflexionar sobre ella. No basta contentarse con una fe puramente abstracta, puesto que hay una relación muy estrecha entre el bautismo, que implica una conversión al Dios de Jesucristo, la misión personal de cada uno de nosotros, que es un don de Cristo, y el talante con el que afrontamos la realidad cotidiana, es decir, nuestro modo de pensar, de hablar, de actuar, de juzgar.

El cristiano no tiene por qué sentir miedo, incertidumbre o preocupación frente al «mundo» o frente a las otras religiones; al contrario, tendrá que redescubrir su propia identidad, la identidad del verdadero discípulo de Cristo, la certeza de que se le ha concedido el Espíritu Santo que actúa en él ensanchando el espacio de su corazón y de su mente para que pueda transparentar el Evangelio, el misterio de salvación ofrecido a todos los hombres. No para persuadir a nadie, sino para contar a todos el inaudito amor del Padre que se comunica a una humanidad sedienta como inagotable manantial de vida.

Introducción:
Entrar en la oración de Jesús

Te damos gracias, Señor, porque nos dejas iniciar un itinerario de oración en un clima de comunidad. Guía, Padre, nuestros caminos; pon en nuestros labios palabras veraces; infunde en nuestro corazón sentimientos sinceros; confiere a nuestras manos y a nuestro cuerpo expresiones de auténtica naturalidad. No permitas que nos comportemos artificial o forzadamente; más bien, aumenta nuestra espontaneidad y nuestra actitud sincera de servicio. Sé tú el sostén de nuestra debilidad, la fuerza de nuestra condición tan frágil. Reúne nuestros pensamientos dispersos; y todas esas energías que se nos escapan al conjuro de cien mil temores y deseos aúnalas en ese único centro de la humanidad que es jesús, tu Hijo y nuestro redentor.
Padre, manifiesta en nosotros a tu Hijo como camino, verdad y vida.
María, madre de los cristianos, que nos acompañas día y noche, que conoces todos los momentos de nuestro camino de fe, todas las luces y las sombras de nuestra peregrinación, ayúdanos a conocer, alabar, glorificar y ensalzar a Jesús, fruto de tu vientre, modelo, forma, origen y meta de nuestro compromiso con la Iglesia y con el mundo».

Al empezar este retiro, quisiera contaros cómo se perfiló en mi mente el tema sobre el que vamos a reflexionar estos días. Hace poco, en uno de mis viajes a Roma, bajé a las Grutas Vaticanas para rezar un rato junto a la tumba de san Pedro. De pronto, comprendí que podría resultar muy útil la contemplación del camino vocacional del apóstol como tipo del itinerario cristiano de toda persona. Por eso, me gustaría ahora intentar, con vosotros, recoger alguna de las experiencias vividas por el propio Pedro, para asociarnos al proceso de maduración que él mismo experimentó en su seguimiento de Cristo.

Y lo podríamos hacer proponiéndole algunas preguntas, como, por ejemplo: «Pedro, ¿quién eres tú? ¿Qué es Jesús para ti? ¿A qué pruebas se vio sometida tu vocación?», u otras parecidas. De este modo, podremos adentrarnos en el significado de nuestro camino personal y del momento que nos ha tocado vivir.

Precisamente en aquel rato de oración en las Grutas Vaticanas me pareció intuir la confluencia de dos elementos que se cruzan en vuestra situación particular: el primero —y que debería darse en la vida de cualquier hombre— es la dinámica de maduración de la fe, que desemboca en una decisión personal por la verdad; el segundo es el camino de clarificación vocacional para responder al plan que Dios tiene sobre cada uno de vosotros.

En nuestra consideración tomaremos como guía los textos bíblicos que describen el caso particular de Pedro. Pero, ya que nuestras reflexiones deben producirse en un clima de oración, empezaremos por leer un episodio tremendamente significativo, que se refiere a Jesús: «Luego (de la primera multiplicación de los panes), mandó a sus discípulos que subieran a la barca y que fueran delante de él a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Después de despedirla, subió al monte para orar a solas. Al llegar la noche, estaba allí solo» (Mí 14,22-23).

Como veis, el texto es una invitación a contemplar la figura de Jesús en el monte, «solo y en oración». Eso es precisamente lo que se nos pide en estos días de retiro: entrar en la oración de Jesús, hacer suya nuestra oración, participar en el ritmo de su corazón de Hijo que adora al Padre y que le escucha para cumplir su voluntad. Si no unimos nuestra plegaria a la de Jesús, de poco nos serviría reflexionar sobre la figura de Pedro; tal vez, llegaríamos a comprender intelectualmente el mensaje del Evangelio, pero no cambiaríamos realmente nuestra vida, nuestro modo de afrontar la realidad y las dificultades cotidianas.

¿Qué es la oración?

A este punto, podría surgir una pregunta: ¿Qué es la oración?, ¿cómo se hace para orar? Es posible que el propio Pedro, maravillado de que Jesús hubiese permanecido tanto tiempo en el monte, se hubiera atrevido a preguntarle: «¿Por qué pasas tanto tiempo en oración? Yo no hago más que aburrirme; y termino tan cansado, que me da la impresión de que pierdo el tiempo. Dime, ¿qué significa orar?»

Por otra parte, la actitud inicial para obtener una respuesta consiste en admitir humildemente qué no sabemos orar. Somos capaces, eso sí, de recitar multitud de fórmulas y, con la gracia de Dios, incluso llegamos a vivir algunos momentos de recogimiento o a manifestar una actitud orante tanto interior como exterior. Pero con frecuencia nos quedamos ahí; mejor dicho, a pesar de nuestros intentos, en seguida nos asaltan las distracciones, el cansancio o una especie de nerviosismo, con una sensación de disgusto respecto a una realidad que no percibimos como nuestra. Por un lado, sabemos que la oración es importante, no sólo porque el propio Jesús vivió esa situación, sino también porque encierra una promesa de paz y de purificación interior. Pero por otro lado, nos damos cuenta de que no tenemos la clave para sacarle todo el provecho.

La oración es ciertamente un don de Dios, un abrir espacios al Espíritu Santo que ora en nosotros, pero hay que dar un primer paso, que consiste indudablemente en reconocer que por nosotros mismos no podemos atravesar ese umbral. No es pura casualidad que Pablo haya, por decirlo así, canonizado la actitud de no saber orar, cuando afirma: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad» (Rom 8,26-27).

Cuando presumimos de haber adquirido la capacidad de orar, nos ponemos fuera del ámbito del verdadero Espíritu, que es el que ora; en realidad, manifestamos que no hemos llegado a comprender que la oración es don de lo alto y que consiste en permitir al Espíritu que interceda por nosotros con sus gemidos inefables. No tenemos, pues, que tener miedo a confesar nuestra insuficiencia. Al revés, siempre deberíamos empezar diciendo: «Señor, bien sabes que no sé orar; tú solo puedes ayudarme».

Este es el grito apasionado con el que empezamos el rezo litúrgico; ésa es la súplica del creyente, llamado a preparar su cuerpo, su espíritu y su fantasía para recibir todo el flujo de esa plegaria que brota del corazón mismo de Jesús. Si nos preparamos realmente, la gracia del bautismo, que nos comunicó la conciencia de una vida de hijos en Cristo, libera el Espíritu que llevamos dentro y lo deja brotar como el manantial inagotable de nuestra vida de oración.

Toda la tradición bíblica y patrística está de acuerdo en reconocer la importancia de preparar nuestra inteligencia para la oración. Más aún, la riqueza de ese proceso intelectual queda perfectamente sintetizada en estas tres categorías: lectio, meditatio, oratio.

Cómo entrar en oración

La primera categoría, o ejercicio, de la oración cristiana recibe el nombre de lectio divina, porque parte de una lectura de la Biblia. En efecto, no hay oración verdaderamente cristiana sin una referencia directa a la palabra de Dios escrita, palabra que nos hace entrar en comunión real con Jesús, como se afirma expresamente en el concilio Vaticano II: «[Cristo resucitado] está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla» (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). Y esta lectio divina nos introduce poco a poco en la misma oración de Cristo, nos hace orar en el Espíritu y nos hace sentir el amoroso abrazo de Dios. Voy a explicar someramente los tres estadios:

1. La lectio comprende la lectura y relectura de un texto bíblico, poniendo de relieve sus elementos más significativos. Pero no se trata de un simple ejercicio intelectual, puesto que la «lectura» se orienta necesariamente al segundo estadio.

2. Ese nuevo estadio, o segunda categoría, es la meditatio, cuya finalidad consiste en comprender los valores del texto, tanto de carácter meramente humano como de orden religioso o espiritual. Los elementos recabados en la lectio son objeto de una reflexión atenta y sistemática. Poco a poco vamos sintiendo una llamada a confrontar nuestra propia vida con la palabra de Dios, de modo que el puro discurso intelectual se ve considerablemente simplificado.

3. Y así se llega a la contemplatio, etapa de contacto inmediato con el Misterio. Aquí, la reflexión discursiva cede el puesto a la adoración, a la entrega total de sí, a la súplica de perdón. Aquí llegamos a intuir que sólo en Cristo podemos alcanzar la plena realización personal. La paz se instala en el inteior del orante, y el camino existencial del hombre adquiere toda su densidad y significado. Puede ser que, con una gracia especial de Dios, se llegue fácilmente a la contemplación; pero, de ordinario, es difícil alcanzarla, si no se ha producido antes un largo proceso de preparación por medio de la lectio y la meditatio.

De hecho, la oración requiere un continuo esfuerzo de purificación, de regeneración interna, para abrirnos al don de Dios. Sólo así podrá la oración constituir nuestra vida en Cristo, mientras caminamos en un clima de contemplación, según las tres modalidades que se desprenden de algunos textos de san Pablo: consolatio, discretio, deliberatio.

— La consolatio es una experiencia de profunda alegría, precisamente cuando el espíritu vibra de satisfacción y de contento aun en medio de las mayores dificultades. Pablo lo expresa así: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de todo consuelo. El es el que nos conforta en todas nuestras tribulaciones, para que, gracias al consuelo que recibimos de Dios, podamos nosotros consolar a todos los que se encuentran atribulados» (2 Cor 1,3-4).

— La discretio es la capacidad de discernir lo que viene de Dios y lo que viene del maligno. En palabras de Pablo: «No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior, para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).

— La deliberatio es la disponibilidad para elegir según principios evangélicos. Es la norma personal de Pablo: «Pienso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, y todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8).

Así fue, sin duda, la oración de Jesús, cuando se quedó solo en el monte. Pidamos a la Virgen que nos ayude a entrar en el corazón orante de Jesús:

«María, madre de la contemplación, tú que conservabas en tu corazón las palabras, los hechos, los gestos de Jesús, tú que los meditabas con sabiduría y los aplicabas a tu propia existencia con humildad y decisión, ilumínanos estos días para leer, meditar y contemplar la Palabra, de modo que renueva nuestro interior y nos penetre profundamente. Haz que podamos descubrir todo el poder transformante de la Escritura, en la que Jesús, resucitado y vivo para siempre por la fuerza del Espíritu, se comunica a cada uno de nosotros, abriendo las puertas más secretas de nuestro corazón, penetrando en los entresijos más recónditos de nuestra conciencia y llenándonos de libertad, de serenidad, y de una paz inalterable. Crea en nosotros una disposición del cuerpo, del espíritu y de la mente para recibir la abundancia de dones y promesas que Dios quiere derramar sobre nosotros, para recibir su amor inagotable por medio de su Hijo Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén».

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