I Domingo de Adviento (B)
Marcos 13,33-37
33 ¡Andaos con cuidado, ahuyentad el sueño, que no sabéis cuándo va a ser el momento!
34 Es como un hombre que se marchó de su país: dejó su casa, dio a los siervos su autoridad -a cada uno su tarea- y en especial al portero le mandó mantenerse despierto.
35 Por tanto, manteneos despiertos, que no sabéis cuándo va a llegar el señor de la casa -si al oscurecer o a media noche o al canto del gallo o de mañana-, 36 no sea que, al llegar de improviso, os encuentre dormidos.
37 Y lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: manteneos despiertos.
Una Iglesia despierta
José Antonio Pagola
Las primeras generaciones cristianas vivieron obsesionadas por la pronta venida de Jesús. El resucitado no podía tardar. Vivían tan atraídos por él que querían encontrarse de nuevo cuanto antes. Los problemas empezaron cuando vieron que el tiempo pasaba y la venida del Señor se demoraba.
Pronto se dieron cuenta de que esta tardanza encerraba un peligro mortal. Se podía apagar el primer ardor. Con el tiempo, aquellas pequeñas comunidades podían caer poco a poco en la indiferencia y el olvido. Les preocupaba una cosa: «Que, al llegar Cristo, nos encuentre dormidos».
La vigilancia se convirtió en la palabra clave. Los evangelios la repiten constantemente: «vigilad», «estad alerta», «vivid despiertos». Según Marcos, la orden de Jesús no es solo para los discípulos que le están escuchando. «Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad». No es una llamada más. La orden es para todos sus seguidores de todos los tiempos.
Han pasado veinte siglos de cristianismo. ¿Qué ha sido de esta orden de Jesús? ¿Cómo vivimos los cristianos de hoy? ¿Seguimos despiertos? ¿Se mantiene viva nuestra fe o se ha ido apagando en la indiferencia y la mediocridad?
¿No vemos que la Iglesia necesita un corazón nuevo? ¿No sentimos la necesidad de sacudirnos la apatía y el autoengaño? ¿No vamos a despertar lo mejor que hay en la Iglesia? ¿No vamos a reavivar esa fe humilde y limpia de tantos creyentes sencillos?
¿No hemos de recuperar el rostro vivo de Jesús, que atrae, llama, interpela y despierta? ¿Cómo podemos seguir hablando, escribiendo y discutiendo tanto de Cristo, sin que su persona nos enamore y trasforme un poco más? ¿No nos damos cuenta de que una Iglesia “dormida” a la que Jesucristo no seduce ni toca el corazón, es una Iglesia sin futuro, que se irá apagando y envejeciendo por falta de vida?
¿No sentimos la necesidad de despertar e intensificar nuestra relación con él? ¿Quién como él puede liberar nuestro cristianismo de la inmovilidad, de la inercia, del peso del pasado, de la falta de creatividad? ¿Quién podrá contagiarnos su alegría? ¿Quién nos dará su fuerza creadora y su vitalidad?
José Antonio Pagola
http://somos.vicencianos.org
Homilía: dos imágenes del Adviento
Juan Pablo II
Con este domingo, llega a toda la Iglesia esta nueva llamada: la llamada del Adviento. La anuncia la liturgia, pero, al mismo tiempo, la advierte todo el Pueblo de Dios con su sentido de fe. El Adviento constituye no sólo el primer período del año litúrgico de la Iglesia, sino también la linfa misma de la vida de sus hijos e hijas.
En la liturgia de este domingo la Iglesia presenta ante nosotros, en cierto sentido, dos imágenes del Adviento.
He aquí ante todo a Isaías, gran Profeta del único y santísimo Dios, que da expresión al tema de Dios que se aleja del hombre. En su maravilloso texto, un verdadero poema teológico, nos da una imagen penetrante de la situación de su época y de su pueblo, el cual, después de haber perdido el contacto vital con Dios, se encontró en caminos impracticables:
“Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?” (Is 63, 17).
Pero precisamente al encontrarse en este alejamiento, el hombre llega a percibir muy dolorosamente que, sin la presencia de Dios en su vida, se convierte en presa de la propia culpa, y madura en él la convicción de que sólo Dios es quien lo arranca de la esclavitud, sólo Dios salva, y de este modo siente en sí mismo, más ardiente aún, el deseo de su venida: “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is 63, 19).
Sin embargo, Isaías no se detiene en el análisis devoto del estado de cosas y en la manifestación de una llamada ferviente y dramática a Dios para que rasgue los cielos y venga de nuevo a estar con su pueblo. ¡No se cura la enfermedad sólo mediante su descripción y un vivo deseo de salir de ella! Es necesario encontrar sus causas. Hacer un diagnóstico. ¿Qué es lo que provoca este alejamiento de Dios? La respuesta del Profeta es unívoca: ¡el pecado!
“Estabas airado y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento” (Is 64, 4-5).
¡Juntamente con el pecado va el olvido de Dios!
“Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa (Is 64, 6)
El diagnóstico del Profeta es penetrante: Dios se aleja del hombre a causa de la culpa del hombre: la ausencia de Dios es resultado de que el hombre se haya alejado de El. Simultáneamente con esto, el hombre queda entregado al poder de su culpa.
Sorprende que este diagnóstico del libro de Isaías, que expresa la situación del hombre que vivió hace tantos siglos, es válido también para hoy. Muchos de nosotros, hombres del segundo milenio después de Cristo, que está para terminar, ¿acaso no estamos atormentados por un sentido semejante de lejanía de Dios? Este sentido resulta mucho más dramático porque aparece no en el contexto de la Antigua, sino de la Nueva Alianza. ¿Acaso no es un drama de nuestro mundo de hoy, de la humanidad actual y del hombre, el hecho de que 20 siglos después del cumplimiento del ardiente grito del Profeta —cuando los cielos se han rasgado y Dios, revistiéndose de un cuerpo humano, bajó y habitó entre su pueblo para renovar en cada uno de los hombres su imagen, grabada en el acto de la creación, y para darle la dignidad de hijo suyo—, que todavía hoy, y quizá más aún que antes, el hombre se encuentre en poder de su culpa, y sufre dolorosamente las consecuencias de esta esclavitud?
¿En qué medida el mundo y el hombre de hoy, su vida y actividad, sus instituciones saben expresar la verdad de que toda la realidad que nos rodea, y de modo especial el hombre, corona de la creación, brotan del amor de Dios que lo abraza todo? ¿En qué medida nosotros presentes aquí en este encuentro de Adviento, y todos nuestros hermanos y hermanas “santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Cor 1, 2), en qué medida somos portadores y reveladores de este amor? ¿No estamos en poder de nuestra iniquidad? Un andar a la deriva que aleja de Dios y crea el pecado y el vacío. ¿No somos testigos y frecuentemente víctimas de un pecado creciente y de sus consecuencias? De este “pecado del mundo” que obliga a Dios a alejarse del hombre y de sus problemas, como son hoy la indiferencia y el odio.
Todo esto que con una fuerza tan grande, jamás registrada hasta ahora, amenaza al hombre, a su “ser hombre” e incluso a su existencia, ¿acaso no es una señal y una advertencia urgente de que éste no es el camino? Y las palabras: paz, justicia, amor, hoy tan frecuente y celosamente pronunciadas y divulgadas, quizá como nunca hasta ahora, y que con tanta fatiga se abren camino hacia su realización, ¿acaso no son otra versión, más o menos consciente, de las palabras del Profeta que hemos leído hoy: “Señor, por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema” (Is 63, 17)?
Vengo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, no para dibujar ante vuestros ojos una visión catastrófica del hombre y del mundo. Pero a todos nosotros, que hemos creído en el Amor, no nos puede faltar hoy la valentía y la agudeza del “diagnóstico” del Profeta de hace tantos siglos acerca de la verdad humana sobre el hombre. Efectivamente, cuando éste se encuentre con valentía y humildad con esta su verdad humana, entonces se abrirá también la verdad divina sobre él.
En el primer domingo de Adviento —en el período en que la Iglesia nos mostrará de nuevo toda la historia de la salvación, y en el período en que se realizarán “las grandezas de Dios” (Act 2, 11)—, vengo para que, juntamente con vosotros y en conformidad con esta primera imagen delineada por el Profeta, repetir y confesar ante Dios con una particular convicción interna y con fe: Tú eres nuestro Padre” (Is 63, 16).
Encontramos la segunda imagen del Adviento en la primera Carta a los Corintios. La imagen, que pertenece a la Nueva Alianza, nace de la realidad de la venida de Cristo y, al mismo tiempo, se abre hacia su Adviento definitivo.
El fondo de esa imagen constituye la fundamental profesión de la fe del Profeta: “Tú, Señor, eres nuestro Padre”, verdad que es el ápice de la Revelación ya en el Antiguo Testamento; pero su plena dimensión y significado fueron revelados ” al hombre en Cristo, al realizarse su 1 Adviento histórico.
Al escuchar las palabras de San Pablo, con las que él da gracias a Dios Padre por los fieles de la Iglesia de Corinto, que recibieron la fe mediante su servicio apostólico, no podemos menos de pensar, con profunda emoción y preocupación, en el mismo don que hay en nosotros.
Juntamente con la fe hemos recibido en el bautismo toda la riqueza interior, las dotes espirituales y la garantía de ser capaces de realizar lo que sin ese don es absolutamente inaccesible al hombre. Nuestra garantía es Dios mismo, que permanece fiel a sus promesas, con tal de que el hombre no retire su fidelidad. Para nosotros es garantía Cristo, que nos confirma hasta el fin para ser irreprensibles en el día de la segunda venida de nuestro Redentor (cf. 1 Cor 1, 8),
No podemos pensar en este don sin un sentido de gratitud y de responsabilidad ante él. Y por esto es necesario hacerse la pregunta: ¿Soy yo, quiero ser fiel a Dios para hallarme irreprensible en el encuentro definitivo con mi Redentor? He aquí la pregunta más fundamental que me plantea este domingo, que me plantea mi Adviento de este año. Teniendo asegurados por Dios todos los medios de la salvación, debemos vigilar en la perspectiva del último Adviento, para no disipar las posibilidades puestas en nuestras manos y esperar con temor y temblor nuestra salvación (cf. Flp 2, 1-2).’
Tratemos de sacar las conclusiones de los textos de la liturgia de hoy.
El modo justo con que debemos vivir el Adviento es el que se encierra en la segunda imagen.
Pero —si, en conformidad con esta imagen, debemos de modo particular dar gracias a nuestro Dios por el don que nos ha sido dado en Cristo Jesús—, al mismo tiempo no puede ser para nosotros indiferente la imagen del Profeta, la imagen del “alejamiento de Dios”, causado por el pecado de la humanidad y por el olvido con relación a El. Imagen que pertenece no sólo al Antiguo Testamento, sino que tiene, a la vez, valor para hoy.
Y por esto es necesario que viviendo el Adviento renazca esa fe heroica, que se manifiesta en las palabras del Profeta: “Tú, Señor, eres nuestro Padre; tu nombre de siempre es ‘nuestro redentor’. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?” (Is 63, 16-17).
El hombre, cuando reconoce su debilidad, el error, cuando reconoce su pecado, debe añadir inmediatamente: “Tú, Señor, eres nuestro Padre”, y entonces su lamento: “Señor, por qué nos extravías de tus caminos” es sincero, adquiere una fuerza de transformación, se hace conversión. Toda reflexión sobre la miseria, la infidelidad, la desventura, el pecado del hombre, que profesa ante Dios: “Tú eres nuestro Padre”, es creadora, no lleva a la depresión, a la desesperación, sino al reconocimiento y a la aceptación de Dios como Padre, por lo tanto, como amor que perdona y sana.
Al mismo tiempo, con esta fe, que se manifiesta también mediante la confesión de los propios pecados va, por lo tanto, una ardiente esperanza: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en El” (Is 64, 3).
Y de aquí el grito; “Vuélvete por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad” (Is 63, 17).
¿Cuál debe ser, pues, nuestro Adviento? ¿Cuál debe ser el Adviento de los hombres, del siglo XX, el Adviento vivido en esta parroquia?
Debe unir en sí un nuevo deseo de acercamiento de Dios a la humanidad, al hombre, y la prontitud para vigilar, es decir, la disposición personal a estar cerca de Dios. “Pero, ¿cómo podremos alegrarnos en el Señor —pregunta San Agustín— si El está tan lejos de nosotros? ¿Lejos? No. El no está lejos, a menos que tú mismo le obligues a alejarse de ti. Ama y lo sentirás cercano. Ama y El vendrá a habitar en ti” (Serm. 21, 1-4; CCL 41, 278).
Así, pues, con esta conciencia, hacemos nuestras y decimos con el corazón las palabras del Salmo responsorial: “Pastor de Israel, escucha… resplandece… Despierta tu poder y ven a salvarnos. Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate; ven a visitar tu viña… Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste. No nos alejaremos de ti; danos vida, para que invoquemos tu nombre” (Sal 80 [79], 2. 3. 15. 18-19).
Este deseo se hace tanto más vivo, cuanto más profundamente volvemos a sentir “la amenaza” unida con el alejamiento de Dios.
Y la vigilancia no es otra cosa que el esfuerzo sistemático para quedar cercanos a Dios y no permitir su alejamiento. Significa estar constantemente dispuestos al encuentro.
Este programa del Adviento lo anuncia el Evangelio de hoy. Este pasaje es el epílogo del discurso escatológico que Jesús pronunció al dejar el templo, algunos días antes de su pasión y resurrección. En este breve texto se repite cuatro veces la palabra “vigilar” o “velar”, y una vez “estad atentos”. ¡Qué elocuente es la última frase: “Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: velad” (Mc 13, 37)!
Cristo, pues, nos dice a todos, reunidos hoy aquí para celebrar la Eucaristía, dice a cada uno: “Vigilad”, porque es desconocido el momento, pero es seguro que vendrá. Lo más importante es la fidelidad a la tarea confiada y al don que nos hace capaces de realizarla. A cada uno se le ha confiado un deber que le es propio, esa “casa” de la que debe tener cuidado. Esta casa es cada uno de los hombres, es su familia, el ambiente en que vive, trabaja, descansa. Es la parroquia, la ciudad, el país, la Iglesia, el mundo, del cual cada uno es corresponsable ante Dios y ante los hombres. ¿Cuál es mi solicitud por esta “casa”, que me ha sido confiada, para que reine en ella el orden querido por Dios, que corresponde a las aspiraciones y a los deseos más profundos del hombre? ¿Cuál es mi aportación a esta obra, que exige un constante poner orden, renovación, fidelidad? He aquí nuestras preguntas y los deberes del Adviento.
“Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación” (Canto antes del Evangelio).
Lo que en nosotros hay de débil grita a tu misericordia, porque es más fuerte el deseo de tu salvación: “Nosotros somos la arcilla, y tú el alfarero”. ¡No nos pongamos en poder de nuestra culpa, que nuestras culpas no nos arrebaten como el viento! Danos el Adviento feliz, “porque Tú eres nuestro Padre”.
Visita Pastoral a la Parroquia de Santa María Romana (29-11-1981)
San Cirilo de Jerusalén
Dos venidas de Cristo
Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. La primera llevaba consigo un significado de sufrimiento; esta otra, en cambio, llevará la diadema del reino divino.
Pues casi todas las cosas son dobles en nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno, de Dios, desde toda la eternidad; otro, de la Virgen, en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero, silencioso, como la lluvia sobre el vellón; el otro, manifiesto, todavía futuro.
En la primera venida fue envuelto con fajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado, y escoltado por un ejército de ángeles.
No pensamos, pues, tan sólo en la venida pasada; esperamos también la futura. Y habiendo proclamado en la primera: Bendito el que viene en nombre del Señor, diremos eso mismo en la segunda; y saliendo al encuentro del Señor con los ángeles, aclamaremos, adorándolo: Bendito el que viene en nombre del Señor.
El Salvador vendrá, no para ser de nuevo juzgado, sino para llamar a su tribunal a aquellos por quienes fue llevado a juicio. Aquel que antes, mientras era juzgado, guardó silencio refrescará la memoria de los malhechores que osaron insultarle cuando estaba en la cruz, y les dirá: Esto hicisteis y yo callé.
Entonces, por razones de su clemente providencia, vino a enseñar a los hombres con suave persuasión; en esa otra ocasión, futura, lo quieran o no, los hombres tendrán que someterse necesariamente a su reinado.
De ambas venidas habla el profeta Malaquías: De pronto entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis. He ahí la primera venida.
Respecto a la otra, dice así: El mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar —dice el Señor de los ejércitos—. ¿Quién podrá resistir el día de su venida, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata.
Escribiendo a Tito, también Pablo habla de esas dos venidas en estos términos: Ha aparecido la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo. Ahí expresa su primera venida, dando gracias por ella; pero también la segunda, la que esperamos.
Por esa razón, en nuestra profesión de fe, tal como la hemos recibido por tradición, decimos que creemos en aquel que subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el fin de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, y este mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado.
Catequesis 15 (1-3: PG 33, 870-874) – Liturgia de las Horas