San José, Maestro de amor:
amar para llevar al otro a la cumbre de sí mismo
Por Maurice Zundel


San José


En cinco versículos, el Evangelio de San Mateo nos presenta el mayor drama de amor que jamás haya sido vivido. En realidad, si no estuviéramos acostumbrados al Evangelio, es decir acostumbrados a leerlo como una especie de fórmula usada desde hace mucho tiempo, quedaríamos estupefactos al encontrar en el texto sagrado, bajo una forma tan breve y tan dolorosa, esta tragedia de amor entre José y María. Creo que no hay, no hay dramaturgo, no hay autor trágico que haya comprendido la inmensidad de ese drama, o bien no se ha atrevido a enfrentarlo, porque es algo realmente único en la historia humana.

Naturalmente, aquí como en el relato de la Pasión, el evangelista hace gala de una sobriedad tal que es necesario estar atento para percibir la inmensidad del drama detrás de las palabras.

José y María están comprometidos, y entre los judíos eso implica compromiso definitivo, tanto que si la novia comete una falta, si es infiel a su novio, la lapidan como adúltera. María está esperando el nacimiento de Jesús. Lleva en su seno esa vida infinita cuyo misterio sigue oculto en su fe y José ignora absolutamente todo. Y es justamente el momento en que debe realizarse el matrimonio, el momento en que el novio, según costumbre, lleva la novia a su casa. Y al final de ese itinerario, descubre la situación, para él completamente incomprensible. ¿Cómo explicarse ese acontecimiento?

¡Él sabe, siente, está convencido en todas las fibras de su ser de que ella es inocente! Pero puede que otro haya puesto la mano sobre este tesoro y haya cometido el sacrilegio contra el Templo de Dios. ¿Cómo saber? Podría preguntar, investigar, informarse. Pero justamente, eso es imposible, imposible para la delicadeza de su amor. Toda pregunta podría parecer falta de confianza. Toda pregunta podría herir el alma infinitamente delicada, toda pregunta podría abrir una brecha en ese amor único, sellado bajo la mirada de Dios.

¿Qué hacer? ¡Sobre todo hay que dejarla a salvo, no hay que deshonrarla! Entonces toma el partido heroico del silencio. No hará preguntas. La va a dejar, la va a entregar en secreto a la familia para no difamarla. Y naturalmente, María conoce todo el drama, lo vive doblemente, en sí misma y por él. Ella conoce la interrogación que ha surgido en él. Comprende su estupor y su dolor, y adivina lo que sella sus labios y le impide hablar.

Ella podría hablar. ¡Pero no! Justamente, no puede, porque lo que se ha realizado en ella es secreto de Dios. Es Dios quien la ha puesto en este camino excepcional. Es Dios quien debe poder cuidar su secreto, no le pertenece a ella, y ella debe dejarlo totalmente a Dios.

Y sin embargo, en el estado en que se encuentra, ella necesita más que nunca la protección de José, pues a los ojos de los hombres, pasará necesariamente por adúltera si queda separada de él. Entonces, si fue Dios el que la comprometió, puesto que ella está totalmente en sus manos, puesto que ella es toda pobre de sí misma y que no es sino mirada hacia Él, también ella, a pesar de todo su dolor y del dolor de José y del suyo propio, a pesar de la ruptura que puede exponerla a la difamación, también ella, también ella se esconde en el silencio infinito.

Ese es pues el drama inmenso de esos dos seres que deben amarse con un amor único pues son capaces, él de ese silencio que lo crucifica, y ella de esa comprensión desgarradora, eso es lo que le da a ese drama una dimensión humana única e inconmensurable. Esos dos silencios afrontados, esos dos silencios infinitos, esos dos silencios que circulan el uno en el otro, que se desgarran uno a otro y cuya solución solo es conocida de Dios, y vendrá justamente cuando José haya entrado en el sueño con la decisión crucificante de separarse del ser al que ama con un amor único y al que respeta más que nunca y cuyo misterio es para él la tiniebla más desgarradora.

Ahí es cuando se ilumina el sueño más liberador, cuyo recuerdo guarda la liturgia y cuyo progreso ilustra aun maravillosamente la melodía gregoriana, el sueño liberador: “José, no temas aceptar a María como esposa, porque lo que ella lleva es fruto del Espíritu Santo.

Entonces saldrá de su sueño y la llevará a casa. Y después de atravesar el abismo, el abismo de pobreza en que han renunciado el uno al otro, se encontrarán en Dios y por Él, y estarán unidos por la eternidad, unidos justamente en el niño milagroso que consagra la doble virginidad y que van a criar juntos, que van a proteger juntos, y que juntos van a dar al mundo.

Y José será canonizado un día, canonizado de la manera más conmovedora, y ese será el desenlace definitivo del drama cuya grandeza nos hace sentir el evangelista en esas tres o cuatro líneas, la canonización que se realizará en el Templo de Jerusalén donde María dirá a Jesús, que se había extraviado por tres días y ellos lo habían buscado juntos en la angustia: “Tu padre y yo, tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando”.

Es la más alta canonización: Tu padre y yo. En efecto, él es padre a su manera. Él es padre en el misterio de pobreza. Es padre en el don de sí mismo. Es padre con toda su persona consagrada, sellada en la virginidad de María, para la maternidad cuyo fruto es Jesús.

Eso basta: José es canonizado. No necesita asistir al resto del acontecimiento. Morirá en el silencio de su fe, sin haber visto nada. No verá la vida pública del Señor. No será testigo de sus milagros. No estará de pie al pie de la Cruz. No verá al Resucitado. Murió después de esa canonización en que el amor de María lo puso en el rango supremo: “Tu padre y yo”, y se duerme sin haber visto nada, en la noche luminosa de la fe, en la luz de la presencia que consagra su fin, que es su último acto de amor, bajo la mirada de Jesús y de María.

Es imposible no sentir la grandeza única de ese personaje, del cual no tenemos ninguna palabra y que justamente brilla en la santidad del silencio que es la más alta revelación del amor único que reina entre esos dos esposos únicos, José y María.

Vemos generalmente a San José como el padre nutricio, como dice el latín antiguo, un poco ridículo, “el padre putativo del niño Jesús”. Un buen anciano, algo inocente, que tiene en las manos un lirio empolvado. ¡Qué lejos de la realidad! ¡Y qué vivo está José! ¡Qué humano y qué grande! ¡Y cómo sentimos latir su corazón! ¡Cómo nos hace penetrar el evangelista en el corazón de ese amor nupcial, el mayor amor que haya sido consumado en la virginidad entre un hombre y una mujer!

Ahí tenemos la trinidad humana en su más alta perfección: José, María y Jesús. Ahí, justamente, está el amor nupcial en infinita perfección, justamente porque, porque ha atravesado el abismo de la muerte, porque ha dominado en uno y otro todo espíritu de posesión, porque está sellado en el misterio de la divina Pobreza y eso es lo que constituye al hombre y la mujer, esa dimensión de sacrificio, esa dimensión de olvido de sí mismo, esa dimensión de superación infinita en que el uno por el otro realizan el Himalaya de la grandeza humana, realizando cada uno en el otro lo mejor de sí mismo.

Así comprendemos una vez más, quizá del modo más conmovedor, que el Evangelio es una promoción: el Evangelio no destruye nada, el Evangelio no deja fuera ninguna realidad, el Evangelio lo sacraliza todo, el Evangelio revela todo, el evangelio realiza todo, el Evangelio da a todos los sentimientos, a todas las vocaciones, una dimensión infinita, increíble, imprevisible, maravillosa.

Y justamente, José es el protector y custodio de las vírgenes, como dice una oración admirable, inscrita en el breviario. José nos enseñará a amar, a amar humanamente en la plenitud divina de todo afecto auténtico.

Recuerden las palabras asombrosas del apóstol San Pablo en el primer capítulo de la epístola a los Romanos donde enumera todos los vicios de los paganos, en esa serie negra en que están los crímenes más inimaginables, las transgresiones más opuestas a la naturaleza, cuando nos sumerge en el lodo del mundo pagano, concluye con estas cortas palabras: “Y no tienen afecto… No tienen afecto…” como si esa fuera la abominación de la desolación, el último crimen: “No tienen afecto”, son incapaces de amar.

¡Qué distinta es la nota que nos da el relato de San Mateo que acabamos de meditar! ¡Cómo son capaces de amar los santos! Ellos justamente son los que se elevan a las cumbres del amor y dan a los afectos humanos todo su valor, todo su significado, toda su transparencia y toda su unicidad. San Jerónimo y Santa Paula; San Crisóstomo y Olimpia; San Benito y Santa Escolástica; San Francisco y Santa Clara; Santa Teresa y San Juan de la Cruz; San Juan Eudes y María de los Valles; San Francisco de Sales y Santa Juana de Chantal… con cuánta frecuencia, justamente, se encuentra al origen de las más grandes obras de la Iglesia ese intercambio de almas de hombres y mujeres, que se han encontrado y han intercambiado en el misterio de Dios.

Ser cristiano no quiere decir no amar, sino amar como ama Dios, amar infinitamente, amar en verdad, amar en el don de sí mismo, amar para llevar al otro a la cumbre de sí mismo, hasta el nivel del corazón de Dios. Y aquí podemos justamente considerar el capítulo de lo que llamamos amistades “particulares”. Esta palabra me parece ridícula, ridícula, permítanme decirlo, porque una amistad no es jamás una plaza pública, una amistad es necesariamente algo singular, algo único y silencioso. Entiendo lo que quieren decir con eso, y allá voy a llegar.

Es evidente que ustedes tienen corazón como todo el mundo y espero que no les falten los afectos, si no, las palabras de San Pablo serían para ustedes. Pero es imposible que ustedes caigan bajo esa condenación. Es absolutamente natural que tengan afectos, que tengan un afecto y que lo encuentren en su comunidad. Si no lo encuentran en la comunidad, también podría ser en otra parte, de modo igualmente legítimo, pero en fin, es absolutamente normal y deseable que encuentren un afecto en su comunidad.

Es infinitamente afortunado que dos almas religiosas y consagradas tengan afinidades en todos los planos, que se comprendan inmediatamente y se sientan interiores una a la otra. ¿Cómo podría ofenderse Dios por tales encuentros, siendo él necesariamente su centro y su lazo?

Al contrario, es absolutamente normal, y yo diría, es inevitable, imposible que sea de otro modo, es totalmente normal que el camino de la plenitud que conduce a Dios sea precisamente la amistad humana. Porque en la amistad humana, sellada claro está bajo la mirada de Dios y en su corazón, normalmente en una amistad humana, es donde el rostro de Dios va a transparentar y ahí es donde vamos a percibir los latidos de su corazón.

Es pues deseable que hagan ese encuentro en plenitud en su comunidad – o fuera de ella si no es posible – y la proscripción formulada en las palabras “prohibidas las amistades particulares” quiere decir esto, que es además justo: si tienen una amistad, que no sea jamás en perjuicio para la unidad de la comunidad, que jamás signifique exclusión para nadie, que jamás interfiera en el intercambio fraternal que debe reinar entre los miembros de la comunidad, que no se afiche, que no se exhiba, que no murmure en los rincones, que sea Fiesta divina para todos, para todos y cada uno. Eso exige una extrema delicadeza, pero ese es el camino de la verdadera amistad.

Si quieren a alguien con esa amistad profunda y única, signo de que es realmente una amistad profunda y única, es que estén listas inmediatamente y sin vacilar a separarse, es decir a dejar la persona objeto de amistad cuando un tercero, es decir otra persona se presenta y tiene necesidad de ustedes, porque si vacilan, si quieren hacer su propiedad, es el signo de que no aman todavía de modo totalmente generoso, totalmente transparente, totalmente entregado.

Y siempre, siempre hay que examinar los afectos en el crisol de la divina Pobreza. Jamás deben convertirse en propiedad, sino justamente, dándose al otro en la intimidad más divina, estar así cada vez más abierto al misterio de otra alma, aunque sus apariencias no sean simpáticas, aunque no se sienta afinidades con ella.

En la medida justamente en que seamos capaces de esa flexibilidad, de esa disponibilidad, enriqueceremos al ser que amamos de manera más personal, de manera única, porque creceremos, creceremos, seremos un valor cada vez más digno de estima y de respeto, y seremos aptos para comunicarle cada vez mejor, y a través de ella al mundo entero, la presencia de Dios que es la respiración de toda ternura.

Eso nos ayudará san José a comprender, pues él amó, él amó de manera única, única e incomparable. Amó de manera nupcial, con un amor que se inscribe como una estrella de primer orden en la eternidad, amó hasta el final, hasta la dimisión, hasta arrodillarse, hasta el respeto que sella sus labios en el silencio que es el mayor homenaje de su amor.

A quién le podríamos pedir que sea nuestro guía en el amor humano sino justamente a este hombre inmenso, a este gigante del silencio que mereció que María lo llamara padre de Jesucristo, en la canonización que es su más hermosa aureola, que fue consagrada en la paternidad única que brilla sobre todos nosotros: “Tu padre y yo, angustiados, te estábamos buscando”.

En Ghazir, Líbano, en el 1er retiro predicado a las Franciscanas de Lons le Saunier, entre el 20 y 27 de julio de 1959. 24ª Conferencia.

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Entrar en el silencio de Dios,
lugar de la verdadera grandeza (Lc. 2, 42)

María y José no comprendieron las palabras que él les dijo. Sus padres humanos no lo entienden. La Virgen lo sabía, pero la sorprendieron las palabras de Jesús, por lo mucho que ella se parecía a los demás. Esto nos permite encontrar una escala de valores auténticos y nos libera de lo maravilloso de los evangelios apócrifos. (Jesús hacía pajaritos de barro y los hacía vivir, etc.)

Lo que hacemos no es nada. Lo que somos es todo. El Evangelio tiene horror de lo maravilloso. Felices los que no vieron pero creyeron. La grandeza cristiana es grandeza escondida. Tenemos que aprender eso cada día.

No buscar parecer sino ser. Existir como espectáculo de libertad y Amor; no hay trampa posible con la grandeza. No podemos camuflar el vacío que somos, ni impedir el brillo de la grandeza. Actuamos por lo que somos. Nos libera el que existe olvidándose a sí mismo para difundir la luz que lleva dentro.

Tenemos tentación de desanimarnos con los días vacíos, o de enorgullecernos de tal o cual cosa. Ambas cosas son falsas pues basta que vivamos en la luz para que nuestra acción sea universal. Inmensa escuela de esperanza y verdad. Toda una cadena de infidelidades condiciona nuestras vidas. Toda vida recibe su grandeza a través de la vida oculta de la Sagrada Familia, cuya única grandeza está en existir. También es ése su único apostolado. Nadie se convertirá jamás si nosotros no somos para él un espacio de luz y de Amor. Ante la autenticidad, nadie puede permanecer totalmente insensible.

Nietzsche pensaba que Zaratustra no moriría jamás; pero su vida no era transparente a la Presencia divina sin revestirla de palabras que dan náuseas.

El Evangelio de la Sagrada Familia representa una nueva escala de grandeza. Entrar en el silencio que es Dios, un momento cada día, para que los demás puedan descubrir el tesoro escondido que llevamos. Jesús oculto en el seno de la Familia, tanto que su madre se acostumbra y recibe un choque cuando el plano profundo y silencioso se manifiesta… Dios será eternamente un Dios escondido y silencioso.

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